5 de septiembre de 2013


 "¿Comprendéis ahora por qué no me gustan las despedidas?
Porque siempre son mucho más cortas de lo que uno desearía."
Laura Gallego García
Dos velas para el diablo


Qué razón tenía Cat. En los últimos años he tenido que despedirme demasiadas veces de demasiada gente, y creo que cada una de esas veces me ha venido a la mente esta frase del libro de Laura, que se me quedó grabada, a pesar del tiempo que ha pasado desde que lo leí. Da igual los abrazos que des, las veces que repitas "cuídate mucho... no nos olvides... aprovecha cada momento" siempre parecen quedar mil palabras por decir, siempre se hace demasiado corto. Y piensas... "¿ya? Se me ha pasado la oportunidad, ¿por qué cuando pude no le dije lo mucho que lo quería? ¿Por qué no le repetí hasta el cansancio que sentiría un enorme vacío cuando se fuera?

  Todos nos despedimos, de un modo u otro. Nos despedimos del colegio y los amigos de clase cuando pasamos curso, nos despedimos de la infancia sin saberlo y corriendo por hacernos mayores. Decimos adiós a nuestros abuelos demasiado pronto, desgraciadamente, y aprendemos más de lo necesario, siendo aún muy pequeños e inocentes, de la peor de las despedidas. 
  Nos despedimos de la universidad y nos lanzamos a la vida. Nos despedimos de nuestros padres y del hogar en el que en el que hemos crecido cuando nos vamos de casa. Le decimos adiós a nuestra pareja cada mañana, quizá con un tímido beso, cuando vamos al trabajo, sin apenas darnos cuenta de lo importante que es ese momento. Muy de vez en cuando, sin saberlo, nos despedimos del amor de nuestra vida, pero no lo comprendemos hasta más tarde. Hay tantas despedidas como días y personas. 
  Y por eso es que nos vamos de la vida entre despedidas, ya que es algo que conocemos bien. No en vano, es lo primero que el ser humano aprende al nacer: despedirse del lugar que fue su casa durante 9 meses.

 Antes de respirar con nuestros propios pulmones, antes de ver el mundo, antes incluso de llorar, aprendemos a decir adiós.

  Nacemos despidiéndonos. O quizá pudiera decirse de otro modo: nos despedimos naciendo. Porque cada despedida es un nuevo renacer: cada latido de corazón que se va para siempre, da lugar a un nuevo latido que nos mantiene vivos. Es esa incesante despedida la que nos da la vida. 
 No hay nada peor ni que duela más que decir adiós. Pero si no lo hiciéramos, no podríamos saludar y recibir a lo que sea que nos depare el futuro. Así que por mucho que cueste, por muchas lágrimas que haya que derramar, bienvenido seas, dolor. Eres la prueba de que estoy viva. 

 Te lo dedico a ti, Sara, es mi regalo de despedida. Llevo días dándole vueltas a la cabeza, pensando qué te podía regalar, o si quizá podía hacerte alguna manualidad de esas que tanto te gustan. Pero lo cierto es que nada de lo que hiciera me parecía que estuviera a la altura, hacer regalos no se me da tan bien como a ti. Y ahora que te has ido, sentarme a escribirte esto ha sido tan natural como respirar, quizá sea cierto que es lo que mejor sé hacer. Pero no sólo lo escribo por ti, ni por nuestra despedida: lo escribo por todas las veces que he tenido que decir adiós en la vida, e igualmente se lo dedico a todo aquel que alguna vez haya tenido que hacerlo. 
Especialmente a aquellos, que como tú, hoy dejan su país en busca de un futuro mejor. 

 Mi consejo: digamos adiós cuantas veces sea necesario. No tengamos miedo, y si lo tenemos, que sea ese miedo lleno de sentimientos que nos invita a sonreír. Pero tratemos siempre de mantener un lugar y unas personas para las que ese "adiós" nunca sea definitivo, o si acaso, sólo una vez, en nuestra última despedida en el mundo. Y, sobre todo, nunca olvidemos el camino que nos lleve a ellos.

 Así, estemos donde estemos, siempre podremos volver a casa. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario